Se acercaba la media noche y el aroma de su cabello regresaba a mí en forma de ráfaga.
Deslumbrante entró por la puerta de la habitación, caminando con el vigor y la elegancia de un hombre joven y varonil.
Era delgado, pero con cuerpo perfecto y ejercitado.
La habitación no tenía más luz que la de unas velas, cinco como máximo, considero yo. Las cortinas eran de una seda vino-tinto que cubrían el resplandor que entraba por la ventana proveniente de la luna. Habían floreros, todos con rosas rojas y algunas marchitas.
La habitación estaba perfumada con las rosas, el aroma ya se entremezclaba con el olor de nuestros cuerpos.
Estaba sentada allí, en el extremo de la cama, contemplando la llama de una de las velas, mientras inhalaba el dulce y apasionante aroma de las flores.
Sentía como su cuerpo se acercaba a mí en el más espantoso silencio, casi imperceptible.
Tenía un aroma tan perfecto que hacía que la sed en mí despertara más y más.
Él veía en mi a una mujer joven y vulnerable, hermosa y perfecta, simplemente sola.
Quería tenerlo en mis brazos, acariciarlo y sentir su sangre en mis labios.
Jugué con él, me mostré como una mujer falta de cariño; le hablé tratando de impregnar mi voz con un tono de tristeza, mientras que lo seducía con un ir y venir de miradas intrigantes y provocadoras.
Me abrazó y pronunció un enredo de palabras que en realidad no me importaron; no soporté más, la sed de sangre me ganó esta vez; hice una maniobra ágil y rápida, me moví de tal manera que él quedó en mis brazos y mis labios en su cuello.
Él quedó sin aliento, creo que llegó a pensar que solo quería sexo con él, tomándome como una débil humana carente de afecto y realmente necesitada.
En ese momento comprendió que mi fuerza superaba la de él y simplemente con un suspiro vi caer una lágrima de sus ojos.
Suplicó de manera absurda, rogó que no le hiciera daño, que solo era un hombre que se dejó llevar por alguien sensual.